Carlos Cachón

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Carlos Cachón

Llamemos límite a la envolvente. Y concedamos que si ambos términos son intercambiables es porque toda envolvente tiene un componente que atenta contra la libertad, un elemento limitador, castrador, si queremos recurrir a un lenguaje tendencioso. Porque, como en todo lo institucional, hay algo en la envolvente que tiene que ver con la protección, con la pertenencia.


Como los conceptos nación, familia, casa. Que nos envuelven, que separan lo ajeno y lo propio, que nos ofrecen bienestar. Que nos invitan a sentirnos parte de algo, y por ello tienden a rechazar lo extraño, e incluso en un delirio patológico en ocasiones a agradecer las agresiones que vienen de fuera, hasta llegar incluso a inventárselas cuando no existen, aplaudiendo que lo ajeno venga y viole a sus hijas, o robe sus posesiones u ocupe sus territorios, porque eso les permite creer que sus hijas y sus posesiones y sus territorios son más suyos. A construir la ficción de que se forma parte de algo, de que no se es como lo que viene de más allá. Que hay una membrana que separa lo que está allí y aquí, que criba, vuelve homogéneo lo que envuelve (1).

Así, siguiendo ese hilo, si la envolvente puede considerarse como límite es porque hay algo que homogeneiza, que separa, que distingue lo que hay a un lado y a otro. Que simplifica lo externo y sólo nos lo ofrece de forma limitada. Se trate de una o mil, ya sea una envolvente ligera, por ejemplo una cúpula geodésica, o una sólida, por ejemplo la caja blanca de muros macizos. Existe lo que hay fuera y lo que hay dentro. Y el espacio queda marcado por esa diferenciación. Y lo que hay dentro siempre resulta de un proceso de contención, de reducción de lo que viene de fuera. Ya sea lluvia o luz o imágenes y vistas o un modo de entender la realidad. Por eso conceptos en apariencia tan ajenos, como lo experimental y lo tradicional, pueden acabar mostrando su afinidad allí donde nadie lo supondría. Por eso cuando los que sienten apego por las envolventes ligeras quieren criticar a los que construyen envolventes sólidas, pueden decir, cierto sus objetos plásticamente son irreprochables, la maestría con que manipulan la materialidad, la luz, es impecable desde el punto de vista de la creación del espacio pero, al fin y al cabo, no se trata más que de envolventes, de algo que rodea al espectador. Por eso cuando los que sienten apego por las envolventes sólidas quieren criticar a los que construyen envolventes ligeras pueden decir, de acuerdo su uso de la geometría es ingenioso, sus configuraciones novedosas, el modo en que desarrollan los procesos constructivos loable, pero al fin y al cabo no se trata más que de envolventes, de algo que rodea al espectador. Y quizás, dicho simplemente aparte, por ello nadie como quien trabaja con el límite puede convertirse en un virtuoso, porque su paleta siempre es reducida, y puede dedicarse al cuidado de todos los elementos y llegar a dominarlos con absoluta pericia, hasta construir espacios en los que todos detalles, incluidos los más insignificantes, hayan sido precisamente elaborados.

Así, si la envolvente está por el límite y en contra de la libertad, debe haber una arquitectura que esté contra el límite y por la libertad. Tiene que haber quien rechace la contención por naturaleza, quien cuando le ofrezcan un recinto tenga necesidad de salirse de él, quien cuando le sugieran hasta dónde puede llegar necesite ir más allá, quien cuando le impongan una norma necesite saltársela, quien cuando le digan que debe permanecer dentro ansíe estar fuera, quien cuando le enseñen a protegerse de la lluvia necesite mojarse, quien cuando aprenda a estarse quieto necesite moverse. Aunque eso sólo le sirva para extender el recinto unos milímetros, para ir no más allá sino un poco más allá, aunque ignorar la norma sólo conduzca a crear una nueva, aunque sus ganas de estar fuera no le eviten mantener un pie dentro, y después de mojarse tenga que secarse y sus movimientos sólo le conduzcan a lugares ya conocidos. Y es que si hay una arquitectura que se basa en la envolvente, en lo que separa, en lo que está lejos y por tanto no se toca, en el objeto en definitiva, en lo que se mira, en lo establecido, en lo quieto, debería haber también una arquitectura que supere la división que supone la envolvente, que no se contente con dar satisfacción al ojo o al espíritu, que quiera tocar y disfrutar, que no espere sólo comprender sino experimentar, no sólo saber sino realizar pruebas, que no busque un solo tipo de espacio y atmósfera, la contención, el uso de una paleta reducida de elementos sino todos los espacios y emociones a la vez, que no quiera sólo disfrutar de la tranquilidad, de la quietud, sino que busque estar a la vez arriba y abajo, que pervierta la envolvente y la pliegue, que solicite desplazamientos, rampas y escaleras, y puntos de fuga y suelos que sean techos y techos que sean suelos y paredes sobre las que sea posible recostarse y pavimentos interiores en los que llueva. Y no tirantes o cinturón sino tirantes y cinturón. Una arquitectura que no esté hecha para ser mirada o sentirse a salvo sino probablemente para ser recorrida y para no dar respiro al que la recorre.



Es la hipótesis de este escrito que existen dos concepciones contrapuestas del espacio. La una que aspira a la libertad y la otra a la contención. La una que apuesta por el juego y la otra por el rigor. La una totalizadora y la otra sublime. La una que no rehúye la duda y la otra que analiza y ejecuta. No hace falta seguramente mirar mucho a nuestro alrededor para darse cuenta. Son dos concepciones fáciles de rastrear. Que no han de ser necesariamente independientes, que se entremezclan y se entrecruzan, que se eclipsan pero resurgen, que aparecen la una en la otra, que podemos descubrir de repente en las manos de quien nunca habríamos imaginado, de quien siempre se había inclinado por la opuesta. Envolventes que sólo cobran sentido cuando se atraviesan con rampas, espacios de silencio que sólo podemos apreciar cuando se llenan de ruido, arquitecturas que están hechas para ser miradas y que son las únicas que merece la pena recorrer, espacios heterogéneos que sólo somos capaces de apreciar cuando se envuelven con una atmósfera homogénea, recintos diseñados para ser recorridos y que suponen un regalo para el intelecto. Pero concepciones al fin y al cabo que claramente se diferencian.

Y no se trata de establecer jerarquías. De verdades y falsedades. De puntos de vistas incorrectos y correctos. No es que lo que tiene límite sea negativo o tenga que serlo por fuerza. Ni que lo que rehúye la austeridad haya de resultar infantil. A veces lo que carece de libertad muestra su valor precisamente por la libertad con que expresa esa falta de libertad. A veces lo que carece de libertad muestra su sinsentido por la rigidez con que se configura. Y a veces lo que está sobrado de libertad evidencia su banalidad por la falta de contención con que hace uso de su exceso de libertad. Y en alguna ocasión también, incluso, lo que está sobrado de libertad evidencia su valor por la falta de contención con que hace uso de su exceso de libertad.

Se trata más bien de diferenciar y definir y señalar concepciones contrapuestas que tienden a ser válidas normalmente cuando surgen de una necesidad interior, cuando el que las desarrolla se las toma en serio. En contra de la visión simplista que pretende hacernos creer siempre que es necesario escoger entre una y otra.



(1) Del mismo modo que el amor tiene también un componente reductor, que paradójicamente lo reviste de un aura de trascendencia, frente por ejemplo al sexo que exclusivamente nos da placer sin engaños, porque refuerza nuestra sensación de pertenencia, de comunión con lo que nos es próximo, que nos impulsa a creer superior, en vez de igual a los demás, a quien está a nuestro lado, exclusivamente por el hecho de estar a nuestro lado.


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