Rafael Aburto

¿Para qué sirve un arbol?


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Cuando a una mayor comprensión de las cosas de este mundo se juntan, en la niñez, una falta de carácter para ilustrar y ser atendido; cuando, dotado de una mayor sensibilidad, no se presta uno al juego obligado, apareces como inhábil y no eres comprendido; cuando no te acompaña un brillo en los ojos, un ademán decidido, la algarabía, el griterío, que son pasiones infantiles hechas fenómeno físico, ahogan antes de nacer tus tímidas razones. Ansias por ser escuchado y, por contra, quedas siempre de burro.

¿Contra qué se rebela entonces el tierno cerebro?
Contra su misma impotencia; y de aquí nace el afán de superación.
Si estás en el colegio, rehuirás la exhibición y te refugiarás en un rincón del patio.
Entonces la araña, en la sucia tela, parece ser más comprensiva que tus compañeros.
Si te hallas en un mundo civilizado, buscarás el fondo de un parque, y si no tienes medios, treparás a un árbol.
Desde allí juzgarás a la humanidad, y la castigas, al fin generoso, con un futuro expresar de emociones vividas, formas más sugestivas de comunicación y, por tanto, método indirecto de convicción.

Así se incuba un genio o un presuntuoso. Huir de este mundo sin dejar de existir. He aquí una de tantas necesidades que nos satisface también el árbol.
Pues se trata de hurtar también el cuerpo, para que la ausencia sea una realidad a voluntad y objetiva.
Huir sin ir lejos ni encerrarse. No se requiere, por tanto, ni el monte ni el desierto, sino algo más fácil... No la torre, sino algo menos expreso y por tanto más elegante.
Lo que importa es encontrarse en un lugar insospechado, de acceso inverosímil a los demás y por encima de ellos.
La perfecta vuelta a la Naturaleza en nuestros tiempos, lo que supone ganar un ambiente extravagante y vencer también un poco.

El árbol, con todos los encantos que nos depara por su belleza, su sombra y sus frutos, un tanto tristemente recitados a su pie, ninguno como el que supone el trepar a su copa.
Con ello se pierde respeto al gigante. Se le hace dócil a nuestro antojo, y por tanto, humano.
Después de todo esto, ofrecemos el proyecto de una habitación exprofeso para un matemático.
El matemático es generalmente un hombre débil, que recurre al lenguaje abstracto como medio viable de expresión y dominio. Necesita, por tanto, del árbol de su refugio, de su silencio y altura.
También de su juego.
Con la seguridad de que si algún disciplinante se decidiese, jamás tuviera un árbol mejor fruto.
Rafael Aburto (1946)



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