Copia, homenaje.
Carlos Cachón
Nos gustaría creer que hay algo erróneo en la copia, algo dañino que la hace inadmisible siempre. Algo lesivo, corrupto, que usurpa y falsea la realidad. Y eso nos empuja a considerarla, en cierto modo como un objeto, algo que se toca, se palpa, se observa, está ante nosotros en todo momento, algo que tiene cuerpo y a lo que, por tanto, podemos dirigir nuestro odio y señalar con el dedo y considerar fallido. Un ente autónomo.
Pero, basta ir a los diccionarios para comprobarlo, la copia no es un objeto sino una reproducción y no sólo una reproducción sino una reproducción literal. Y si es una reproducción es porque, otra vez los diccionarios, vuelve a hacer presente algo que antes se dijo o se alegó. Una reproducción de un original. Creemos hablar de un objeto pero lo estamos haciendo de una relación, la que se establece entre el original y la copia, entre lo que crea y lo que reproduce. De un volver a hacerse literal y por tanto no de una copia, de un objeto, sino de la relación entre esa copia y su original.
Y eso es hasta tal punto así, quizás, que cuestionar esa relación entre copia y original conduce, casi inevitablemente, a cuestionar el entorno mismo en el que esa relación tiene lugar. Queremos creer que la flaqueza de la copia reside en la distracción, en el robo, en el engaño. Que lo grave es que se rompa la conexión entre copia y original, que la copia, lo que no ha sido creado, se presente como un acto de genio, que se nos de gato por liebre, oro por metal, nuevo por sabido, pereza por esfuerzo, pero cuando nos lo planteamos en profundidad descubrimos la flaqueza de nuestro planteamiento. Algo que no costaba mucho imaginar -es seguramente adelantarse- porque, no nos pongamos dramáticos, no es que las leyes que rigen las sociedades las hagan los que roban frente a los que no sino los que tienen poder frente a los que carecen de él.
Vivimos en una sociedad mercantilista y es lógico que los beneficios deban ser protegidos y no sólo los beneficios –la copia, el fraude, también puede producir grandes réditos- sino además sus soportes morales -es lógico que lo que ha requerido esfuerzo, el original, sea retribuido en lugar de lo que no, la copia-. Pero, cuando hablamos de proteger un original frente a una copia, ¿estamos hablando de beneficiar a la sociedad o al propietario? ¿Estamos hablando de preservar el bien común o el rédito? ¿Es la copia o la mediocridad, la rutina, lo que resulta pernicioso para la sociedad?
Si tomamos una urbanización corriente. ¿Qué es lo que la vuelve insustancial? ¿Que sea una copia de un bien protegido tal como la entiende el sistema normativo –cuya apariencias sean reconocibles, cuyas formas y estructuras sean exactas, reproduzcan, vuelvan a hacer aparecer algo como lo que ya existía- o que sea una copia tal como no lo entiende el sistema normativo –que se trate simplemente de un producto mercantil, sin más fin que el beneficio, que reproduce algo que ya existe pero sin su apariencia-?
Existe una comprobación muy sencilla. ¿No estaríamos en un escenario mejor si tras las tapias de la multitud de urbanizaciones que consumen territorio con criterios exclusivamente económicos y resultados formales cuestionables se alzase una y mil veces, de un modo obsesivo, enfermizo, sin alterar ni un solo detalle para no desvirtuarla, la villa Savoie? Cuando uno ha renunciado a la capacidad de crear, ¿no sería una alternativa mejor la copia bien hecha, de un modelo bien elegido? El propietario, el autor, lo tiene claro, lo grave es la copia sin más matices pero, ¿qué es lo que hace insoportable para el bien común la copia, la copia misma o la copia incorrecta, que no se haya sabido elegir el figurín? Y eso aun en el supuesto de que los billetes fruto de ese acto de pillaje acaben en los bolsillos de los constructores y los arquitectos a su sueldo y no en los de su verdadero autor o a herederos legítimos –esto último es mera retórica, porque toda sociedad que cuide sólo sus intereses y no los de sus miembros, incluso si estos son propietarios, estaría cavando su fosa-.
Pero, ¿qué es lo grave de la copia? Que sea una reproducción de un bien protegido tal como la entiende el sistema normativo –que vuelva a hacer aparecer algo con los perfiles inequívocos de lo que otro ya había imaginado, y además imaginado no alegremente sino con esfuerzo y trabajo y dedicación, lo que, es evidente, perjudica al propietario- o que sea una reproducción tal como no lo entiende el sistema normativo –cuyas cualidades no se hayan intentado mejorar, cuya configuración no haya sido motivo de reflexión simplemente porque eso no aporta ninguna plusvalía económica, que sea una reproducción de algo que ya existe y es sabido pero siempre sin que lo parezca, sin que se repliquen las formas y las estructuras exactas que otro había imaginado; una proliferación de lo conocido pero sin su presencia, una copia sin la imagen de la copia, algo que vuelve a aparecer pero sin aparentarlo; lo que evidentemente no perjudica al propietario-.
Una sutil diferencia que tiene sentido quizás porque no es que las leyes que rigen las sociedades las hagan los que roban frente a los que no –si queremos saquear fundemos un banco- sino los que tienen poder frente a los que no –son los profesionales liberales, los que tienen formación y en, no pocos casos, buenos contactos con las estructuras dominantes, los que legislan, y no los operarios incultos-. Por mucho que la base de toda agrupación tribal, y una sociedad en el fondo no suele ser más que eso, sea la dictadura del débil, la asociación de los que no tienen fuerza frente a los que sí, a los que individualmente no tendrían ninguna posibilidad de oponerse.
El perjudicado por la copia tal como la entiende el sistema normativo sería el propietario de la idea no la sociedad. Lo grave de la copia sin embargo para la sociedad no sería que lo pareciese sino que lo fuese realmente, en un sentido profundo, no que existiese una identidad entre el original y la reproducción sino que hubiese una clara relación subsidiaria entre el original y lo que no tiene apariencia de copia. No lo que es mensurable y por tanto sancionable sino lo que no lo es y por tanto puede quedar impune.
Queremos creer que la copia es un objeto, aquello que podemos condenar, pero cuando le damos vueltas al asunto la copia misma puede acabar convertida en algo diferente, un aditivo, un suplemento, un refuerzo, un proceso, un acto de creación. Por sí misma, o por el medio en que se presenta. Si Benjamin señaló cómo la copia despojaba al objeto artístico del aura, cómo en la época de la reproducción mecánica la abstracción era capaz de superar y sustituir a la artesanía, al enfoque exclusivamente romántico, hoy podemos ver que no sólo eso es así sino que el objeto mismo, el original puede ser modificado, transformado, superado, por el proceso de la copia. Queremos creer que la copia es un objeto, algo que reproduce miméticamente lo que ya existe y por tanto supone la aparición no de lo que es nuevo sino de aquello ya conocido pero si tomamos el caso de un artista plástico que elige una forma, por ejemplo un vaso de vidrio, y decide reproducirla a diario durante los siguientes cuarenta años fidedignamente y con la máxima objetividad, quizás advirtamos cómo lo que surge no es lo conocido sino algo distinto. Como era de esperar algo se hace presente pero no lo que ya sabíamos. Afectado por el entorno, por el proceso, por ejemplo las más diversas condiciones cotidianas –todas las variaciones de luz que puedan tener lugar a lo largo del día y los años-, por ejemplo la diferencia entre los medios en que original –la realidad- y copia –el lienzo- se desarrollan, quizás advirtamos que no se está reproduciendo algo en sentido estricto sino que se está provocando la aparición, sí, pero de algo que no existía. Y no es sólo que las propias alteraciones circunstanciales acaben diferenciando las copias, es que cuando el conjunto se muestra en público, esas piezas sólo idénticas en apariencia, pueden acabar transformadas en algo distinto, no objetos individuales sino serie, no elementos aislados sino, dadas sus similitudes y diferencias, sus particularidades, en relación de unos con otros, con un efecto espacial evidente, del que el minimalismo, el arte pop y el conceptual han sabido sacar buen provecho. Algo aparece pero algo que no estaba presente.
Queremos creer que la copia es un objeto, algo físico, tangible y que por tanto se puede robar, sustraer, birlar pero de los límites maleables entre copia y original sabe también el mundo del rap, que, gracias a la aparición del sampleado, es decir, de la copia y reproducción, del robo, de la apropiación y manipulación de fragmentos ajenos, de lo que no era propio, fue capaz de construir un lenguaje nuevo. De repente se dieron las condiciones técnicas para que fuese posible apropiarse de pedazos de historia. Se podía seleccionar el segmento más brillante de una canción, el que resultaba más atractivo y aislarlo, sacarlo de su contexto, y hacer uso de él, tantas veces como se quisiese. Se trataba de un claro ejemplo de sustracción, de aprovechamiento del trabajo ajeno, de hurto pero cuando se unía todo aquello, por la estructura de la composición, por su ritmo, lo que surgía no era exactamente una copia, una reproducción literal, sino otra vez algo que se hacía presente pero no presente al pie de la letra, algo que se hacía presente pero no de lo que ya existía sino de lo nuevo, tan creativo en cierto modo como aquello que se estaba sustrayendo. Existen estudios que explican cómo, tras una primera época inicial en la que el robo generalizado pilló desprevenidos a los mismos autores, a los verdaderos creadores de las obras de las que otros se servían, en una segunda etapa al amparo de compañías especializadas que hacían rentable presentar reclamaciones masivas inviables de un modo individual, los mismos sampleadores para evitar condenas empezaron a controlarse, el propio estilo del rap, de la música electrónica, cambió, potenciándose a partir de ahí sus elementos melódicos, vocales, todo aquello que permitía reducir el número de segmentos ajenos necesarios y por tanto hacía viable remunerar su uso al tiempo que el estilo se volvía más convencional, más domesticado. Lo que pone en evidencia un hecho. Lo que se había creado, a base de sustracciones, de robos masivos, no era una copia, una reproducción literal del original sino otro original, un estilo, un lenguaje nuevo con unas características formales tan acentuadas, que incluso las alteraciones obligadas por las normas acababan afectándole. Hasta el punto que uno puede llegar a visibilizarlo, sumirse en la melancolía añorando ese instante en que el robo estaba permitido, en que un modo de expresión mucho más puro, nervioso, inquieto, inesperado, rabioso, acelerado, cobró vida frente al más anodino, establecido, hacia el que finalmente fue necesario evolucionar.
Hay algo curioso en el homenaje. Roba el que copia y roba el que homenajea. Se apropia de lo ajeno el que copia y el que realiza el homenaje. Pero este último no lo hace en beneficio propio. Aunque el mejor ejemplo sería el caso paradójico del que sustrae un cuadro famoso y cuando todos están intentando averiguar quién ha sido sale a la plaza más transitada de su ciudad, con él colgado del brazo perfectamente visible, el que homenajea actúa como un ladrón que ejecutase el butrón perfecto, la obra maestra de la usurpación, sin huella alguna a su espalda, cuya autoría por una vez nadie va a ser capaz de descubrir, ni por casualidad, pero que deja en la escena del crimen impresos en una nota su dirección y teléfono para que los comisarios puedan ir cómodamente a buscarlo a su casa. El que homenajea es un delincuente cuyo único fin es que su delito sea descubierto, aunque esa aparición tarde siglos en tener lugar. Realiza su crimen con el punto de mira en conseguir un bien común. La razón de ser del homenaje, justo al revés de la copia, que ansía borrar lazos, ser objeto y no relación, es lo que define la reproducción, volver a hacer presente algo. No ser un objeto sino una relación.
De hecho el verdadero acto del homenaje reside en la elección, en mostrar a los demás qué han de mirar. Puede ser algo que ha sido olvidado, algo que ha sido infravalorado o ha pasado desapercibido o ha sido malinterpretado o incluso puede ser algo que es bien conocido y valorado, que todos señalan y alaban y elogian y erigen en modelo y ponderan y celebran y encomian y aplauden, pero que merece la pena volver a resaltar. Pero ahí está la voz del que homenajea mostrándonos que merece una nueva apreciación. Apartándose incluso, relativizando su importancia, dejando de hacer algo propio cuando su capacidad no está en duda, porque considera que eso que ha pasado aún merece estar presente. El homenaje se convierte en un acto moral. En una renuncia. En una proclama a favor de lo que aún tiene valor. Justo lo contrario de lo que definiría un robo.
Y no es que sea sólo un acto moral, no es suficiente que la intención del que homenajea sea loable si lo que produce no es valioso, no es suficiente que lo que se homenajea tenga valor si el que homenajea no logra darle una nueva luz, no es que el homenaje tenga sentido si lo que se homenajea no lo tiene. Pero sí es un acto que nos muestra un camino. Y en ese punto, siendo copia, está en las antípodas de la copia, hasta el límite de que podríamos contraponerlo al ejemplo más extremo y paradójico de falsificación, el del que se plagia a sí mismo, el de quien ha establecido un modelo y lo repite hasta borrar todo lo que había de valor en él, porque ya carece de todo interés en que surja nada nuevo, porque sabe que ha conseguido una fórmula que ha captado la atención de los demás y de la que puede aprovecharse y, cómodamente instalado, ya no busca ningún bien común sino sólo el suyo propio, e intenta explotarla hasta que el delito sea descubierto. Y en las antípodas también del que sólo admite el original, de quien sólo es capaz de mirar al pasado y le gustaría que todo fuese una repetición de modelos, y desprecia no sólo las reproducciones sino cualquier nueva producción, hasta hacer del original una especie de reproducción de sí mismo infinita, un origimismo.
Hay un acto parecido al homenaje. Se llama robar a los ricos para dárselo a los pobres, a los que tienen para entregárselo a los que no. E implica que el que realiza el acto de pillaje no se quede con nada –si como nada entendemos el reconocimiento de los demás-. Y ha provocado no pocas obras literarias valiosas capaces de construir toda una mitología en sí y de perdurar, por tanto, en nuestro imaginario común.
1. Piñón/Viaplana. Plaça dels Països Catalans en Barcelona.
2. Le Corbusier. Villa Le Lac en Corseaux.
3. Emilio Tuñón Architects. Ayuntamiento en Bodø.
4. Alejandro de la Sota. Museo provincial de León.
5. Buchner Bründler Architekten. Vivienda en Kahlstrasse en Basilea
6. Le Corbusier. Vivienda la Roche en París.
Carlos Cachón
Nos gustaría creer que hay algo erróneo en la copia, algo dañino que la hace inadmisible siempre. Algo lesivo, corrupto, que usurpa y falsea la realidad. Y eso nos empuja a considerarla, en cierto modo como un objeto, algo que se toca, se palpa, se observa, está ante nosotros en todo momento, algo que tiene cuerpo y a lo que, por tanto, podemos dirigir nuestro odio y señalar con el dedo y considerar fallido. Un ente autónomo.
Pero, basta ir a los diccionarios para comprobarlo, la copia no es un objeto sino una reproducción y no sólo una reproducción sino una reproducción literal. Y si es una reproducción es porque, otra vez los diccionarios, vuelve a hacer presente algo que antes se dijo o se alegó. Una reproducción de un original. Creemos hablar de un objeto pero lo estamos haciendo de una relación, la que se establece entre el original y la copia, entre lo que crea y lo que reproduce. De un volver a hacerse literal y por tanto no de una copia, de un objeto, sino de la relación entre esa copia y su original.
Y eso es hasta tal punto así, quizás, que cuestionar esa relación entre copia y original conduce, casi inevitablemente, a cuestionar el entorno mismo en el que esa relación tiene lugar. Queremos creer que la flaqueza de la copia reside en la distracción, en el robo, en el engaño. Que lo grave es que se rompa la conexión entre copia y original, que la copia, lo que no ha sido creado, se presente como un acto de genio, que se nos de gato por liebre, oro por metal, nuevo por sabido, pereza por esfuerzo, pero cuando nos lo planteamos en profundidad descubrimos la flaqueza de nuestro planteamiento. Algo que no costaba mucho imaginar -es seguramente adelantarse- porque, no nos pongamos dramáticos, no es que las leyes que rigen las sociedades las hagan los que roban frente a los que no sino los que tienen poder frente a los que carecen de él.
Vivimos en una sociedad mercantilista y es lógico que los beneficios deban ser protegidos y no sólo los beneficios –la copia, el fraude, también puede producir grandes réditos- sino además sus soportes morales -es lógico que lo que ha requerido esfuerzo, el original, sea retribuido en lugar de lo que no, la copia-. Pero, cuando hablamos de proteger un original frente a una copia, ¿estamos hablando de beneficiar a la sociedad o al propietario? ¿Estamos hablando de preservar el bien común o el rédito? ¿Es la copia o la mediocridad, la rutina, lo que resulta pernicioso para la sociedad?
Si tomamos una urbanización corriente. ¿Qué es lo que la vuelve insustancial? ¿Que sea una copia de un bien protegido tal como la entiende el sistema normativo –cuya apariencias sean reconocibles, cuyas formas y estructuras sean exactas, reproduzcan, vuelvan a hacer aparecer algo como lo que ya existía- o que sea una copia tal como no lo entiende el sistema normativo –que se trate simplemente de un producto mercantil, sin más fin que el beneficio, que reproduce algo que ya existe pero sin su apariencia-?
Existe una comprobación muy sencilla. ¿No estaríamos en un escenario mejor si tras las tapias de la multitud de urbanizaciones que consumen territorio con criterios exclusivamente económicos y resultados formales cuestionables se alzase una y mil veces, de un modo obsesivo, enfermizo, sin alterar ni un solo detalle para no desvirtuarla, la villa Savoie? Cuando uno ha renunciado a la capacidad de crear, ¿no sería una alternativa mejor la copia bien hecha, de un modelo bien elegido? El propietario, el autor, lo tiene claro, lo grave es la copia sin más matices pero, ¿qué es lo que hace insoportable para el bien común la copia, la copia misma o la copia incorrecta, que no se haya sabido elegir el figurín? Y eso aun en el supuesto de que los billetes fruto de ese acto de pillaje acaben en los bolsillos de los constructores y los arquitectos a su sueldo y no en los de su verdadero autor o a herederos legítimos –esto último es mera retórica, porque toda sociedad que cuide sólo sus intereses y no los de sus miembros, incluso si estos son propietarios, estaría cavando su fosa-.
Pero, ¿qué es lo grave de la copia? Que sea una reproducción de un bien protegido tal como la entiende el sistema normativo –que vuelva a hacer aparecer algo con los perfiles inequívocos de lo que otro ya había imaginado, y además imaginado no alegremente sino con esfuerzo y trabajo y dedicación, lo que, es evidente, perjudica al propietario- o que sea una reproducción tal como no lo entiende el sistema normativo –cuyas cualidades no se hayan intentado mejorar, cuya configuración no haya sido motivo de reflexión simplemente porque eso no aporta ninguna plusvalía económica, que sea una reproducción de algo que ya existe y es sabido pero siempre sin que lo parezca, sin que se repliquen las formas y las estructuras exactas que otro había imaginado; una proliferación de lo conocido pero sin su presencia, una copia sin la imagen de la copia, algo que vuelve a aparecer pero sin aparentarlo; lo que evidentemente no perjudica al propietario-.
Una sutil diferencia que tiene sentido quizás porque no es que las leyes que rigen las sociedades las hagan los que roban frente a los que no –si queremos saquear fundemos un banco- sino los que tienen poder frente a los que no –son los profesionales liberales, los que tienen formación y en, no pocos casos, buenos contactos con las estructuras dominantes, los que legislan, y no los operarios incultos-. Por mucho que la base de toda agrupación tribal, y una sociedad en el fondo no suele ser más que eso, sea la dictadura del débil, la asociación de los que no tienen fuerza frente a los que sí, a los que individualmente no tendrían ninguna posibilidad de oponerse.
El perjudicado por la copia tal como la entiende el sistema normativo sería el propietario de la idea no la sociedad. Lo grave de la copia sin embargo para la sociedad no sería que lo pareciese sino que lo fuese realmente, en un sentido profundo, no que existiese una identidad entre el original y la reproducción sino que hubiese una clara relación subsidiaria entre el original y lo que no tiene apariencia de copia. No lo que es mensurable y por tanto sancionable sino lo que no lo es y por tanto puede quedar impune.
Queremos creer que la copia es un objeto, aquello que podemos condenar, pero cuando le damos vueltas al asunto la copia misma puede acabar convertida en algo diferente, un aditivo, un suplemento, un refuerzo, un proceso, un acto de creación. Por sí misma, o por el medio en que se presenta. Si Benjamin señaló cómo la copia despojaba al objeto artístico del aura, cómo en la época de la reproducción mecánica la abstracción era capaz de superar y sustituir a la artesanía, al enfoque exclusivamente romántico, hoy podemos ver que no sólo eso es así sino que el objeto mismo, el original puede ser modificado, transformado, superado, por el proceso de la copia. Queremos creer que la copia es un objeto, algo que reproduce miméticamente lo que ya existe y por tanto supone la aparición no de lo que es nuevo sino de aquello ya conocido pero si tomamos el caso de un artista plástico que elige una forma, por ejemplo un vaso de vidrio, y decide reproducirla a diario durante los siguientes cuarenta años fidedignamente y con la máxima objetividad, quizás advirtamos cómo lo que surge no es lo conocido sino algo distinto. Como era de esperar algo se hace presente pero no lo que ya sabíamos. Afectado por el entorno, por el proceso, por ejemplo las más diversas condiciones cotidianas –todas las variaciones de luz que puedan tener lugar a lo largo del día y los años-, por ejemplo la diferencia entre los medios en que original –la realidad- y copia –el lienzo- se desarrollan, quizás advirtamos que no se está reproduciendo algo en sentido estricto sino que se está provocando la aparición, sí, pero de algo que no existía. Y no es sólo que las propias alteraciones circunstanciales acaben diferenciando las copias, es que cuando el conjunto se muestra en público, esas piezas sólo idénticas en apariencia, pueden acabar transformadas en algo distinto, no objetos individuales sino serie, no elementos aislados sino, dadas sus similitudes y diferencias, sus particularidades, en relación de unos con otros, con un efecto espacial evidente, del que el minimalismo, el arte pop y el conceptual han sabido sacar buen provecho. Algo aparece pero algo que no estaba presente.
Queremos creer que la copia es un objeto, algo físico, tangible y que por tanto se puede robar, sustraer, birlar pero de los límites maleables entre copia y original sabe también el mundo del rap, que, gracias a la aparición del sampleado, es decir, de la copia y reproducción, del robo, de la apropiación y manipulación de fragmentos ajenos, de lo que no era propio, fue capaz de construir un lenguaje nuevo. De repente se dieron las condiciones técnicas para que fuese posible apropiarse de pedazos de historia. Se podía seleccionar el segmento más brillante de una canción, el que resultaba más atractivo y aislarlo, sacarlo de su contexto, y hacer uso de él, tantas veces como se quisiese. Se trataba de un claro ejemplo de sustracción, de aprovechamiento del trabajo ajeno, de hurto pero cuando se unía todo aquello, por la estructura de la composición, por su ritmo, lo que surgía no era exactamente una copia, una reproducción literal, sino otra vez algo que se hacía presente pero no presente al pie de la letra, algo que se hacía presente pero no de lo que ya existía sino de lo nuevo, tan creativo en cierto modo como aquello que se estaba sustrayendo. Existen estudios que explican cómo, tras una primera época inicial en la que el robo generalizado pilló desprevenidos a los mismos autores, a los verdaderos creadores de las obras de las que otros se servían, en una segunda etapa al amparo de compañías especializadas que hacían rentable presentar reclamaciones masivas inviables de un modo individual, los mismos sampleadores para evitar condenas empezaron a controlarse, el propio estilo del rap, de la música electrónica, cambió, potenciándose a partir de ahí sus elementos melódicos, vocales, todo aquello que permitía reducir el número de segmentos ajenos necesarios y por tanto hacía viable remunerar su uso al tiempo que el estilo se volvía más convencional, más domesticado. Lo que pone en evidencia un hecho. Lo que se había creado, a base de sustracciones, de robos masivos, no era una copia, una reproducción literal del original sino otro original, un estilo, un lenguaje nuevo con unas características formales tan acentuadas, que incluso las alteraciones obligadas por las normas acababan afectándole. Hasta el punto que uno puede llegar a visibilizarlo, sumirse en la melancolía añorando ese instante en que el robo estaba permitido, en que un modo de expresión mucho más puro, nervioso, inquieto, inesperado, rabioso, acelerado, cobró vida frente al más anodino, establecido, hacia el que finalmente fue necesario evolucionar.
Hay algo curioso en el homenaje. Roba el que copia y roba el que homenajea. Se apropia de lo ajeno el que copia y el que realiza el homenaje. Pero este último no lo hace en beneficio propio. Aunque el mejor ejemplo sería el caso paradójico del que sustrae un cuadro famoso y cuando todos están intentando averiguar quién ha sido sale a la plaza más transitada de su ciudad, con él colgado del brazo perfectamente visible, el que homenajea actúa como un ladrón que ejecutase el butrón perfecto, la obra maestra de la usurpación, sin huella alguna a su espalda, cuya autoría por una vez nadie va a ser capaz de descubrir, ni por casualidad, pero que deja en la escena del crimen impresos en una nota su dirección y teléfono para que los comisarios puedan ir cómodamente a buscarlo a su casa. El que homenajea es un delincuente cuyo único fin es que su delito sea descubierto, aunque esa aparición tarde siglos en tener lugar. Realiza su crimen con el punto de mira en conseguir un bien común. La razón de ser del homenaje, justo al revés de la copia, que ansía borrar lazos, ser objeto y no relación, es lo que define la reproducción, volver a hacer presente algo. No ser un objeto sino una relación.
De hecho el verdadero acto del homenaje reside en la elección, en mostrar a los demás qué han de mirar. Puede ser algo que ha sido olvidado, algo que ha sido infravalorado o ha pasado desapercibido o ha sido malinterpretado o incluso puede ser algo que es bien conocido y valorado, que todos señalan y alaban y elogian y erigen en modelo y ponderan y celebran y encomian y aplauden, pero que merece la pena volver a resaltar. Pero ahí está la voz del que homenajea mostrándonos que merece una nueva apreciación. Apartándose incluso, relativizando su importancia, dejando de hacer algo propio cuando su capacidad no está en duda, porque considera que eso que ha pasado aún merece estar presente. El homenaje se convierte en un acto moral. En una renuncia. En una proclama a favor de lo que aún tiene valor. Justo lo contrario de lo que definiría un robo.
Y no es que sea sólo un acto moral, no es suficiente que la intención del que homenajea sea loable si lo que produce no es valioso, no es suficiente que lo que se homenajea tenga valor si el que homenajea no logra darle una nueva luz, no es que el homenaje tenga sentido si lo que se homenajea no lo tiene. Pero sí es un acto que nos muestra un camino. Y en ese punto, siendo copia, está en las antípodas de la copia, hasta el límite de que podríamos contraponerlo al ejemplo más extremo y paradójico de falsificación, el del que se plagia a sí mismo, el de quien ha establecido un modelo y lo repite hasta borrar todo lo que había de valor en él, porque ya carece de todo interés en que surja nada nuevo, porque sabe que ha conseguido una fórmula que ha captado la atención de los demás y de la que puede aprovecharse y, cómodamente instalado, ya no busca ningún bien común sino sólo el suyo propio, e intenta explotarla hasta que el delito sea descubierto. Y en las antípodas también del que sólo admite el original, de quien sólo es capaz de mirar al pasado y le gustaría que todo fuese una repetición de modelos, y desprecia no sólo las reproducciones sino cualquier nueva producción, hasta hacer del original una especie de reproducción de sí mismo infinita, un origimismo.
Hay un acto parecido al homenaje. Se llama robar a los ricos para dárselo a los pobres, a los que tienen para entregárselo a los que no. E implica que el que realiza el acto de pillaje no se quede con nada –si como nada entendemos el reconocimiento de los demás-. Y ha provocado no pocas obras literarias valiosas capaces de construir toda una mitología en sí y de perdurar, por tanto, en nuestro imaginario común.
1. Piñón/Viaplana. Plaça dels Països Catalans en Barcelona.
2. Le Corbusier. Villa Le Lac en Corseaux.
3. Emilio Tuñón Architects. Ayuntamiento en Bodø.
4. Alejandro de la Sota. Museo provincial de León.
5. Buchner Bründler Architekten. Vivienda en Kahlstrasse en Basilea
6. Le Corbusier. Vivienda la Roche en París.
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