Esquizofasia versus contextualismo.
Cuadrado Negro. Kazimir Malévich, 1923-1929. Museo del Hermitage (San Petersburgo, Rusia)
Carlos Cachón
Me gustaría hablar claro por una vez o al menos intentarlo.
No recuerdo a qué edificio hacen referencia los párrafos anteriores. Quizás no sea difícil imaginarlo. Sí, eso sí, el nombre del autor, la fecha y el medio en que fueron publicados. No lo recuerdo y lo mismo podrían hacer referencia a un edificio que a ninguno. Lo mismo podrían ser palabras basadas en un caso concreto que haber sido escritas como si se refiriesen a algo pero en realidad no se refiriesen a nada porque, del mismo modo que a muchos de nosotros se nos llena la boca habitualmente con términos como procesos, caminos y no metas, búsquedas y no logros, aspiraciones y no concreciones, deseos y no actuaciones, espacios estriados y no lisos, rizomas y no raíces o firmes troncos hasta el punto quizás de desvirtuar el discurso del que proceden –es más fácil apropiarse de un bloque teórico ajeno, consolidado y ya cerrado, cuya trascendencia ha sido probada, a aventurarse por caminos inexplorados cuyos frutos futuros desconocemos- existe esa otra narración opuesta, dispuesta para quien quiera usarla, como los trajes de las celebraciones en épocas pasadas que se iban pasando los familiares y conocidos unos a otros, hasta acabar mostrando un aspecto ajado, que no es necesario que se refiera a un edificio concreto, a un caso específico, porque se repite constantemente con los mismos tics, con los mismos vicios y rémoras, como si no fuesen necesarios los conceptos para expresarse, como si no hubiese que pensar las palabras antes de pronunciarlas. Que desprecia lo desconocido frente a lo conocido, lo creativo frente a lo funcional, lo expresivo frente a lo que tiene los pies sobre el suelo, lo inesperado frente a la costumbre, la locura frente a la razón, la imaginación frente a lo pasado, lo novedoso y atrevido frente a lo convencional. Que mira presupuestos en lugar de sueños. Que prefiere lo acomodado a los experimentos. Que a veces da la sensación de considerar la inteligencia como sospechosa. Que desdeña, en fin, todo lo que no es precavido, sumiso, cauteloso, timorato, lo que no es conservador. Un discurso que apunta siempre en una misma dirección, aunque quizás a sus promotores no les guste que se lo señalen, la que se indica al final del primer párrafo, la de la tradición. La de lo que no se debe tocar frente a lo que aún no ha sido dicho, ni probado.
Un discurso hecho y gastado y cansino quizás –que hasta podría darse el caso de que en alguna ocasión resultase acertado, acabase apuntando a edificios ciertamente sospechosos, por simple insistencia, por la circunstancia de ser aplicado siempre a todo lo que se alza a la vista- como queda dicho, que podría referirse a algo y también a nada. Un discurso que como las obras que defiende no es nuevo, ha estado ahí toda la vida y seguirá estando. Estaba ahí hace seis años. Estará ahí dentro de seis, dentro de sesenta. Aquí o allá. En esta ciudad o en cualquiera. Dentro de nuestras fronteras o más allá de ellas. Igual en todas partes, en contra de una forma de pensar localizada, focalizada, construida con argumentos no heredados sino razonados, basada en hechos específicos a los que pretenda dar respuesta.
Me gustaría hablar claro por una vez o al menos intentarlo. Hay a quien cuesta entenderle cuando habla y hay a quien se le entiende perfectamente. Hay quien utiliza palabras y frases complicadas y quien se explica con claridad. Hay quien hace un arte del disfraz y quien no ofrece ninguna sombra. Quien siempre propone una segunda lectura y quien es transparente.
Hay quien es cristalino. Quien es nítido y sin doblez alguna. Quien no necesita abrir la boca para que sepamos lo que va a decir. Quien aun con los labios cerrados podemos adivinar por dónde va. Se le entiende, se les entiende, perfectamente, de lejos, de largo, sin ninguna duda, claramente. Siempre y sin excepción. En cualquier circunstancia y situación.
Cuadrado Negro. Kazimir Malévich, 1923-1929. Museo del Hermitage (San Petersburgo, Rusia)
Carlos Cachón
Me gustaría hablar claro por una vez o al menos intentarlo.
De un tiempo a aquí, se ha puesto de moda la truculencia en la arquitectura… Formas gesticulantes, materiales en bruto, chistes fáciles y exclusivos, siempre al servicio de una marca… unos cuantos arquitectos… dejando aquí y allá sus exabruptos formales, iguales en todas partes, en contra de una arquitectura local optimista y constructora de una tradición que pasados unos años pida ser reconocida por sus soluciones a problemas específicos.
En la planta baja… toda forrada de acero inoxidable, material que se prolonga por el pavimento. No sé qué pasará cuando llueva y el acero se vuelva resbaladizo con el fango de la lluvia. Quizás las historias de huesos rotos refuercen el tono truculento… Para desasosiego el de la sala de actos… Pintada por completo de un color chocolate que, pocos días después de ser estrenada, lucía polvo por todas partes. Paredes y techo, todo igual. Mazmorra claustrofóbica.
En la planta baja… toda forrada de acero inoxidable, material que se prolonga por el pavimento. No sé qué pasará cuando llueva y el acero se vuelva resbaladizo con el fango de la lluvia. Quizás las historias de huesos rotos refuercen el tono truculento… Para desasosiego el de la sala de actos… Pintada por completo de un color chocolate que, pocos días después de ser estrenada, lucía polvo por todas partes. Paredes y techo, todo igual. Mazmorra claustrofóbica.
La arquitectura truculenta. Narcís Comadira. El País 3 de abril de 2008.
No recuerdo a qué edificio hacen referencia los párrafos anteriores. Quizás no sea difícil imaginarlo. Sí, eso sí, el nombre del autor, la fecha y el medio en que fueron publicados. No lo recuerdo y lo mismo podrían hacer referencia a un edificio que a ninguno. Lo mismo podrían ser palabras basadas en un caso concreto que haber sido escritas como si se refiriesen a algo pero en realidad no se refiriesen a nada porque, del mismo modo que a muchos de nosotros se nos llena la boca habitualmente con términos como procesos, caminos y no metas, búsquedas y no logros, aspiraciones y no concreciones, deseos y no actuaciones, espacios estriados y no lisos, rizomas y no raíces o firmes troncos hasta el punto quizás de desvirtuar el discurso del que proceden –es más fácil apropiarse de un bloque teórico ajeno, consolidado y ya cerrado, cuya trascendencia ha sido probada, a aventurarse por caminos inexplorados cuyos frutos futuros desconocemos- existe esa otra narración opuesta, dispuesta para quien quiera usarla, como los trajes de las celebraciones en épocas pasadas que se iban pasando los familiares y conocidos unos a otros, hasta acabar mostrando un aspecto ajado, que no es necesario que se refiera a un edificio concreto, a un caso específico, porque se repite constantemente con los mismos tics, con los mismos vicios y rémoras, como si no fuesen necesarios los conceptos para expresarse, como si no hubiese que pensar las palabras antes de pronunciarlas. Que desprecia lo desconocido frente a lo conocido, lo creativo frente a lo funcional, lo expresivo frente a lo que tiene los pies sobre el suelo, lo inesperado frente a la costumbre, la locura frente a la razón, la imaginación frente a lo pasado, lo novedoso y atrevido frente a lo convencional. Que mira presupuestos en lugar de sueños. Que prefiere lo acomodado a los experimentos. Que a veces da la sensación de considerar la inteligencia como sospechosa. Que desdeña, en fin, todo lo que no es precavido, sumiso, cauteloso, timorato, lo que no es conservador. Un discurso que apunta siempre en una misma dirección, aunque quizás a sus promotores no les guste que se lo señalen, la que se indica al final del primer párrafo, la de la tradición. La de lo que no se debe tocar frente a lo que aún no ha sido dicho, ni probado.
Un discurso hecho y gastado y cansino quizás –que hasta podría darse el caso de que en alguna ocasión resultase acertado, acabase apuntando a edificios ciertamente sospechosos, por simple insistencia, por la circunstancia de ser aplicado siempre a todo lo que se alza a la vista- como queda dicho, que podría referirse a algo y también a nada. Un discurso que como las obras que defiende no es nuevo, ha estado ahí toda la vida y seguirá estando. Estaba ahí hace seis años. Estará ahí dentro de seis, dentro de sesenta. Aquí o allá. En esta ciudad o en cualquiera. Dentro de nuestras fronteras o más allá de ellas. Igual en todas partes, en contra de una forma de pensar localizada, focalizada, construida con argumentos no heredados sino razonados, basada en hechos específicos a los que pretenda dar respuesta.
Por ejemplo, Heidegger tiene todo un libro sobre El ser y el tiempo. ¿Y qué dice sobre el ser? “El ser es ello mismo”. ¿Qué significa? ¡Nada! Pero la gente como no lo entiende piensa que debe ser algo muy profundo. Vea cómo define el tiempo: “Es la maduración de la temporalidad”. ¿Qué significa eso? Las frases de Heidegger son las propias de un esquizofrénico. Se llama esquizofacia. Es un desorden típico del esquizofrénico avanzado.
…(Heidegger) era un pillo que se aprovechó de la tradición académica alemana según la cual lo incomprensible es profundo. Y por supuesto adoptó el irracionalismo y atacó a la ciencia porque cuanto más estúpida sea la gente tanto mejor se la puede manejar desde arriba. Por esto es por lo que Heidegger es el filósofo de Hitler, su protegido. Pero al mismo tiempo su seudofilosofía es tan abstrusa que no podía ser popular. De modo que al pueblo se le da una ideología crasa, del suelo, lo telúrico, la sangre, la raza. Y para la élite, fenomenología, existencialismo, esas cosas abstrusas que nadie entiende pero si usted dice que no entiende, pasa por tonto. Si quiere hacer carrera académica tiene que tratar de imitar a esos pillos, de lo contrario, se queda atrás…
Mario Bunge –entrevistado por Ignacio Vidal Folch-. El País 4 de abril de 2008.
Me gustaría hablar claro por una vez o al menos intentarlo. Hay a quien cuesta entenderle cuando habla y hay a quien se le entiende perfectamente. Hay quien utiliza palabras y frases complicadas y quien se explica con claridad. Hay quien hace un arte del disfraz y quien no ofrece ninguna sombra. Quien siempre propone una segunda lectura y quien es transparente.
Hay quien es cristalino. Quien es nítido y sin doblez alguna. Quien no necesita abrir la boca para que sepamos lo que va a decir. Quien aun con los labios cerrados podemos adivinar por dónde va. Se le entiende, se les entiende, perfectamente, de lejos, de largo, sin ninguna duda, claramente. Siempre y sin excepción. En cualquier circunstancia y situación.
0 comentarios :
Publicar un comentario